Me obsesiona la verdad, lo auténtico. Y creo que la verdad de cada uno se esconde en nuestro cuerpo, en nuestro movimiento, porque nadie se mueve igual. Por eso me parece absurdo obligar al cuerpo a seguir una coreografía, unos pasos marcados. Porque nuestra vida cotidiana ya está repleta de pasos marcados, de normas, de condicionamientos sociales.
Lo que yo quiero ofrecer es un espacio de libre movimiento, sin pretensiones, sin objetivos, sin juicios, donde cada cuerpo pueda expresarse fiel a sí mismo, respondiendo de manera espontánea a los estímulos musicales.
La música es poderosa porque despierta las dos facetas más intrínsecas y esenciales del ser humano: el movimiento y las emociones.
Y lo hace de forma natural e inconsciente, pero, como con todo, nos hemos encargado de inhibir ese impulso creando la falacia de un canon de movimientos estéticamente aceptables al que hemos mal llamado danza.

A mi modo de ver, la danza no es un conjunto de pasos, ni de estilos, solo apto para aquellos que se entrenan y tienen el talento suficiente para ejecutarlos. No. La danza debería ser ese lugar al que todos y cada uno de nosotros acudimos cuando sentimos la necesidad de expresar nuestras emociones del modo más sincero y libre.
Bailar es hablar, es sentir y es escucharse a uno mismo y a los demás. No se puede bailar bien o bailar mal, porque no se puede sentir bien o sentir mal, no hay corrección posible en lo que uno siente.